viernes, 9 de enero de 2015

Una leyenda patagónica

En la década del 80, el Servicio Agrícola y Ganadero de mi país, hizo un concurso literario sobre aves, y se me ocurrió participar con una leyenda inventada por mi, que resultó ganadora.En ese concurso se nos exigió un seudónimo y yo elegí el de  Chalelón Aonken. Tuve el privilegio de que esta leyenda fuera publicada en la revista de la Sociedad Ornitológica de Chile. Hoy se las transcribo y espero les  guste.


En el principio de los siglos, mucho antes de que el hombre blanco conociera de la existencia del continente americano, estas tierras estaban habitadas por muchas tribus. En el sur, en todo lo que hoy conocemos como Patagonia, habitaba una gran raza que era conocida como Tehuelches o Aonikenk, Ambos nombres, el primero dado por otras tribus y el segundo dado por ellos mismos, significaba gente del sur.Era una raza nómade, pacífica y fundamentalmente cazadora. Recorrían sus extensos dominios en busca de la caza que les permitía el alimento y para ello eran guiados por  su Oipenke o Cacique.
Los aonikenk o tehuelches, tenían por Dios del cielo a Elal y este había nombrado a Cumalasque como Dios sobre la tierra y que era el encargado de guiar a la tribu en sus cacerías. Los tehuelches le rendían tributo a Elal y a Cumalasque a través de oraciones que imprimían  en dibujos en la piedra de las cuevas  de la alta cordillera. Esas pinturas de manos y guanacos, encerrados en un marco de líneas punteadas, significaban un agradecimiento a Elal, el Dios del Cielo a Cumalasque el Dios de las cosas terrenales. Los guanacos siempre  eran dibujados en movimiento y las guanacas en estado de preñez, indicando abundancia y continuidad. Cumalasque vivía en lo más alto del cerro Chaltén, cerro sagrado, desde donde dirigía a las tribus hacia los lugares de abundancia de caza. Ese cerro era   tenía un encanto especial para los dioses y para los brujos, ya que desde allí se dominaba el mundo.  Una bruja muy mala, llamada Kelenken (o espíritu del mal) deseaba sacar a Cumalasque del Chalten para ser ella la dominadora de todas las razas que habitaban la Patagonia, pero para ello necesitaba exterminar a los tehuelches. Usaba todo tipo de maleficios, logrando algunas veces diezmar a  muchos miembros de la tribu con enfermedades o enfrentándolos con otras tribus y provocando guerras entre ellos. Los tehuelches o aonikenk le temían pero también  quería acabar con ella.
El Gomekin Oipenke o cacique de todas las tribus, convoca a sus hombres a una gran reunión o consejo para ver el modo de exterminar a Kelenken. Para ello los invita a reunirse en un lugar muy especial para ellos: la meseta frente al lago Chelenco. Elige este lugar por estar cercano  a los lugares sagrados de las pinturas rupestres del río Uajen (o río Pinturas) y de la cueva del Iaten o de las piedras (el arroyo pedregoso). Hasta allí concurren cientos de hombres: los aoniken o gente del sur, los caucas o tehuelches montañeses y los principales jefes de todas las tribus del vasto territorio en que Vivian. Todos llegaron ataviados con sus trajes de guerreros y solo faltaron aquellos que Vivian muy lejos y que no pudieron llegar a tiempo.
Kelenken, que tenía espías en todas partes, se entera de la reunión y aprovecha la reunión para lanzar una maldición  que alcanzara a todos los reunidos y terminar con ellos. En la noche, cuando todos estaban en silencio, ataviados con sus trajes guerreros y elevando una oración a Elal, ella pasa y lanza su maleficio y logra convertir a todos los hombres en una extraña ave, que no puede volar y que hasta el fin de los tiempos correrá por las pampas patagónicas, llevando una majestuosa coronita de plumas en su cabeza, que no es otra cosa que el atavío guerrero que llevaban los tehuelches al momento de la maldición de Kelenken. Desde entonces, esta ave, llamada Kel o martineta corre por los mismos lugares que ocuparon los tehuelches y en sus ojos está impresa toda la tristeza de su extraño destino.
Cuando los españoles llegaron a América encontraron  en las costas a los tehuelches sobrevivientes y le contaron esta historia. Nunca más los tehuelches volvieron a estos parajes y para el hombre blanco, que no creía en maleficios, la extraña desaparición de esta raza ha sido un misterio.
Cumalasque, al conocer lo que le hizo la bruja Kelenken a los tehuelches. No pudiendo deshacer el maleficio, la persiguió por todas partes hasta que logró darle alcance y la llevó a la Youternk o cordillera y allí la abandonó en el fondo de un precipicio, cubriéndola con miles de rocas para que no se escape. Kelenken yace allí desde hace siglos acumulando su rabia y su odio y cuando pasan cientos de años, intenta salir lanzando su ira transformada en un Gautpan o explosión volcánica, tratando de que con la lluvia de fuego, cenizas y piedras matar a todas las martinetas de la pampa porque sabe que al final de los tiempos todas ellas se reunirán con Cumalsque en el Chalten y desde allí se irán al cielo con Elal.
Elal, que amó intensamente a los tehuelches, les dejó escrito en el cielo  la ruta para su raza para que algún día puedan reunirse  con él. Allí está el rastro de la avestruz, el guanaco, la cruz del sur que les indica el camino a seguir y la vía láctea que no es otra cosa que el polvo que levantan en el cielo perseguidos  por los tehuelches que ya se han reunido con Elal.
Las martinetas o Kel, mientras tanto, reinan en las pampas patagónicas y a pesar de ser perseguidas por el hombre blanco, han logrado sobrevivir y esperan confiadas el momento en que Cumalasque, el Dios de la Tierra, las llevará  a reunirse para siempre con Elal, el Dios de los tehuelches.
                                                                                              Chalelón aonken
                                                                                             (Mariposa del Sur)

miércoles, 7 de enero de 2015

Una aclaración y una copia de otro blog

Marciano Durán de Uruguay me mandó la aclaración de que lo presentado  en el post anterior y atribuído a Galeano no corresponde y lo dejo así aclarado. Dicho esto, debo decir que leí su post de octubre del 2014 y lo encontré extraordinario y por lo tanto, dándole todos los crédito a Marciano Durán lo transcribo para el conocimiento y deleite de los lectores de este blog.



by Marciano - Oct 19, 2014
0 567
Dicen los sicólogos que cuando uno empieza diciendo “Mirá, no te voy a decir que…” es porque lo va a decir.
Negación.
Si arrancás diciendo “mirá no te voy a decir que mi mujer es insegura” tá macho, lo dijiste, ahora no aclares que oscurece. Eso era exactamente lo que querías decir.
Yo no voy a decir que antes vivíamos mejor sin tantas compras.
Lo que digo es que a veces se me ocurren ideas raras, como que un día todos estábamos tranquilos, regando la quinta, durmiendo la siesta, volviendo temprano del trabajo, jugando con los gurises o conversando con el almacenero y vino un tipo y nos vendió una heladera.
En realidad nos vendió la felicidad.
Nos dijo que si nos quedábamos con la Westinghouse blanquita o la Ferrosmalt verde agua ibamos a ser los más felices del barrio.
Y funcionó.
Y como funcionó le gustó para ofrecernos otras ofertas: comodidad, bienestar y prestigio.
Y nos encajó la cocina eléctrica, el calefón y el tocadiscos.
Eso sí, esta vez cambió el discurso.
Esta vez nos dijo que el que no comprara iba a ser el más infeliz del barrio.
Y nosotros no sólo le creímos, directamente fuimos infelices cuando no pudimos comprarlos.
Entonces el tipo vio que algunos podían y otros no.
Así que inventó métodos para que todos pudieran.
Y creó nuevas formas de comprar felicidad: cuotas, tarjetas, créditos y garantías; para que fuéramos muy, pero muy felices rodeados de multiprocesadoras, planchitas para el pelo y cuchillos eléctricos.
No eran felicidades lo que ofrecía… eran facilidades.
El tipo sabía que a nosotros nos viene un temblequeo a la hora de comprar.
El tipo sabía que si primero nos convencía de que necesitábamos un microondas y nos conseguía el dinero para comprarlo, lo único que debería hacer después era pasar chiflando adelante de nosotros con un microondas a la venta.
El tipo sabía que nosotros pensaríamos que la elección había sido nuestra y que era producto de la libertad que nos ganamos como verdaderos hombres librepensadores.
Y sabía que después de firmar conformes, contratos y tarjetas, lo único que quedaría sería trabajar dos veces más para pagar lo que nunca tuvimos intenciones de comprar.
Y entramos.
Entramos como unos giles.
Nos compramos todo y tuvimos que conseguir otro empleo para poder pagar lo que el tipo nos dijo que necesitábamos con urgencia y que nosotros no nos habíamos dado cuenta de que necesitábamos.
Y pagamos recargos, embromamos a nuestra garantía, nos mandaron al clearing y hasta tuvimos que devolver alguna moto.
El tipo sabía que a la hora de ponernos una oferta adelante se nos mueve todo por dentro y nos sube la bilirrubina.
Así crecieron las ferias, el Chuy, los Shopping, los Free Shop y los Supermercados: con el único secreto de ir a buscar algo y volver con lo que no fuimos a buscar.
El tipo se dio cuenta de que en ese momento nos desacomodamos de tal manera que primero compramos y después vemos como pagarlo; y peor todavía… después vemos cómo usarlo.
Y así andamos por la vida comprando celulares y no tenemos para las llamadas, comprando autos y no tenemos a donde ir, comprando impresoras y no tenemos para los cartuchos.
El tipo se dio cuenta de que nosotros no nos dábamos cuenta y que lo importante era hacernos creer que las decisiones eran nuestras.
Como aquella vez en España que si comprabas una plancha te regalaban una jarra de plástico larga y finita.
Y después te la regalaban si comprabas fideos, si ibas al cine o si no ibas al cine.
Y llenaron el país de jarras altas y finitas y los españoles ya no sabían qué hacer con tanta jarra de plástico larga y finita.
Y empezaron a usarlas para darle agua al gato, para poner jugo en la heladera y hasta como florero.
Y cuando estuvieron seguros de que había suficientes jarras largas y finitas en los hogares de España…¡¡¡¡Cha-chááán!!! ¡Salió a la venta una nueva marca de leche envasada en una bolsita novedosa!
Adivinen.
¡Síííí!
La bolsa era larga y finita y calzaba justo, justito en las jarras que todos tenían en sus casas.
El resto de la historia no es necesario contarla, todos creyeron que actuaban con independencia de criterio cuando se pasaron a la nueva marca de leche.
Así que desde ese día, el tipo empezó a regalarnos primero las necesidades y después nos vendió lo que calzaba justo adentro de ellas.
Al tiempo se dió cuenta de que si la gente hablaba mucho entre sí, se podía avivar.
Así que se le ocurrió una magnífica idea: terminar con las conversaciones en familia.
Y para que el silencio no despertara a los pensamientos creyó que lo mejor era poner a alguien que hablara todo el día en el medio de cada casa.
Que hablara, hablara, hablara y no nos dejara pensar nunca.
Y nos vendió el televisor.
Metió al Televisor de Troya en nuestros livings, en nuestros comedores y… ¡hasta en nuestros dormitorios!
En ese pedacito de vida que queda entre el cansancio,el amor y el descanso.
Allí también nos metió la jarrita.
Ese día nos embromó de verdad.
Porque el muy hijo de su madre involucró a los niños y los niños empezaron a pedir, y los sicólogos nos hablaron de las frustraciones, que los niños son inocentes, que tienen los mismos derechos que nosotros y nos pesó nuestra propia niñez y dijimos “lo que a mi me faltó que no le falte a mi hijo” sin advertir que en nuestra niñez no teníamos nada pero tampoco nos faltaba nada…porque no se habían inventado aún las cosas que hoy les faltan a algunos niños.
Así que salimos a buscar otro trabajo para poder pagar el nuevo plasma.
Y nuestra esposa salió atrás de nosotros buscando el dinero que nos permitiera comprar el mejor celular para poder estar en contacto con nuestros hijos y poder llamarlos cuando ellos estuvieran en casa y ella estuviera trabajando para poder pagar el celular para conseguir esa buena comunicación con ellos.
Y el tipo agarró un cordón y ató a los niños a la tele, a sus dibujos y a sus jueguitos, y los sentó y los creó a imagen y semejanza y los crió sin tiempo para saltar charcos, regar quintas, asombrarse ante una golondrina o visitar almaceneros.
El tipo se dio cuenta de que no tenía que mostrarnos todo lo que sabía, así que se cuidó muy bien de no poner todo dentro de lo que nos vendía.
Y al celular cada seis meses le fue agregando botones y funciones, luces y ruiditos, conexiones y aplicaciones.
Y guardó el botón de la felicidad para ponérselo al modelo que se vende cerca de Navidad.
Y nosotros sentimos que necesitábamos ese nuevo aparato.
Porque el tipo lo había explicado muy bien por la tele.
Sentimos que necesitábamos tenerlo y necesitábamos mostrar que lo teníamos.
Y salimos a la calle y dijimos “Acá estoy yo. Yo soy éste, el que lleva puesto el nuevo Iphone 6, el llevado puesto por el nuevo Iphone 6.”
Y comenzamos a mirar con compasión y algo de lástima a los que aún usaban el modelo anterior.
Y nos vendieron diez veces más el mismo aparato en los cinco años siguientes.
Y el tipo vio que el televisor era clave para él.
Así que… apenas se aseguró de haber puesto la jarrita de plas…. (perdón ) de haber puesto un televisor en cada casa solo era necesario poner allí lo que nos quería vender.
Y nosotros, que somos recontra inteligentes empezamos a cuidarnos de las tandas.
Y el tipo (que nos conocía bien) lo que nos quería vender lo puso en las películas, en los dibujitos, en los partidos, en los concursos de baile y en los informativos.
Y como vendió mucho, mucho… pudo bajar los precios de lo que vendía
Y mandó a producir sus aparatos a lugares donde pagaba menos por la felicidad.
Ahora la felicidad sandría menos.
Eso sí, nos mostró innumerables formas de ser felices.
Así que nos compramos la freidora más barata que los tres litros de aceite que lleva.
Y nos vendió el radio reloj al mismo precio que un kilo de yerba.
Y la tostadora la cobró lo mismo que dos paquetes de pan de tostar
Y el exprimidor al mismo precio que tres kilos de naranjas.
Y una olla eléctrica más barata que el puchero que se hace en ella.
Y una balanza de baño al precio de un kilo de chauchas.
Y una radio para la ducha más barata que un kilo de carne picada
Y una cafetera eléctrica al mismo precio que un kilo de café.
Y nos cambió la vieja Ferrosmalt cuatro o cinco veces más “porque el freezer es lo más importante de la heladera” y nos vendió alimentos congelados, películas para envolverlos, tortas fritas alemanas y cazuelas con mondongo japonés.
El tipo nos tenía enganchados y lo sabía.
Y tuvimos que conseguir otro trabajo y dejar de ir al fútbol, al comité y a la escuela del nene.
Porque estábamos cansados, porque estábamos pelados y porque estábamos de mal humor.
Y nos encerramos cada vez más.
Entonces el tipo quiso asegurarse bien y nos metió la Computadora de Troya con conexión a internet.
Y empezamos a comprar por teléfono y desde la computadora y sólo salíamos de casa para ir a los trabajos.
Aparecieron en nuestro hogar las sartenes sin aceite, las cremas reductoras y mágicas, los pelapapas que no tenés que mover la papa y los aparatos de gimnasia que usamos alocadamente los primeros días, alternadamente al mes siguiente, raramente los seis meses posteriores y que hoy no sabemos si ponerlo parado en el placard, debajo de la cama o colgado del techo.
Y con internet al tipo se le hizo más fácil.
Empezamos a mandar correos electrónicos y a comunicarnos por facebook así que él empezó a enterarse qué cosas miramos, qué cosas nos gustan y cuáles compartimos. Quiénes son nuestros amigos, quienes son los amigos de nuestros amigos, dónde estuvimos y dónde vamos a estar, qué alegría tenemos hoy y cúal pena nos entristece el alma.
Con la tele se enteró qué cosa miramos, porque es él mismo el que programa todos los canales.
Con las tarjetas de crédito se enteró qué y dónde consumíamos.
Con los celulares empezó a saber donde estábamos.
Con las historias clínicas qué parte del cuerpo nos dolía y qué medicamentos teníamos que comprar.
Con las tarjetas de puntos del Supermercado empezó a saber a qué hora, qué día y cuántas veces comprábamos vino tinto y cigarrillos.
Con las cámaras de los bancos y de las calles empezó a saber a qué lugar ibamos, que ropa nos poníamos y con quién andábamos.
Con los deliberys qué comíamos, con las redes de pago a quien le mandábamos plata y cuánto nos mandaban, y con las aduanas, los peajes y los GPS se enteró de cada movimiento nuestro.
Hizo una ficha de cada uno de nosotros y empezó a cuidarse de aquellos que comenzaron a añorar dormir la siesta, saltar los charcos, contarle un cuento a los nietos, regar la quinta, amocionarse con el olor de un jazmín, visitar al cuñado o hablar con el almacenero.
Y dicen que cada vez que uno se da cuenta, el tipo… perdón… tengo que dejar acá, están golpeando la puerta… están golpeando fuerte la puerta.
Mirá…yo no digo que me vinieron a buscar…
Marciano Durán
Crónicas marcianas y uruguayas
Octubre del catorce (del cuatro)

martes, 6 de enero de 2015

Me caí del mundo

Esto que transcribo me lo mandó mi amigo Rodolfo desde Viña del Mar y aunque lo había leído en alguna oportunidad creo que me representa. Yo nací en la época en que todo era reutilizable y viví en una zona, que alejada de todo, no permitía tener muchas cosas y las pocas que se tenían se reutilizaban de mil maneras. Comparto con ustedes el pensamiento de Galeano. Gracias Rodolfo por este artículo simplemente lindo.

Eduardo Galeano, periodista y escritor Uruguayo


Lo que me pasa es que no consigo andar por el mundo tirando cosas y cambiándolas por el modelo siguiente sólo porque a alguien se le ocurre agregarle una función o achicarlo un poco.
 
Si, ya lo sé. A nuestra generación siempre le costó botar. ¡Ni los desechos nos resultaron muy desechables! Y así anduvimos por las calles guardando los mocos en el pañuelo de tela del bolsillo. Yo no digo que eso era mejor. Lo que digo es que en algún momento me distraje, me caí del mundo y ahora no sé por dónde se entra. Lo más probable es que lo de ahora esté bien, eso no lo discuto.
 
Lo que pasa es que no consigo cambiar el equipo de música una vez por año, el celular cada tres meses o el monitor de la computadora todas las navidades. 

Es que vengo de un tiempo en el que las cosas se compraban para toda la vida. Es más! Se compraban para la vida de los que venían después La gente heredaba relojes de pared, juegos de copas, vajillas y hasta palanganas.
 


El otro día leí que se produjo más basura en los últimos 40 años que en toda la historia de la humanidad. Tiramos absolutamente todo.
 
Ya no hay zapatero que remiende un zapato, ni colchonero que sacuda un colchón y lo deje como nuevo, ni afiladores por la calle para los cuchillos. De 'por ahí' vengo yo, de cuando todo eso existía y nada se tiraba.
 
Y no es que haya sido mejor, es que no es fácil para un pobre tipo al que lo educaron con el 'guarde y guarde que alguna vez puede servir para algo', pasarse al 'compre y bote que ya se viene el modelo nuevo'.
 
Hay que cambiar el auto cada 3 años porque si no, eres un arruinado. Aunque el coche esté en buen estado. Y hay que vivir endeudado eternamente para pagar el nuevo!!!! Pero por Dios. 
 
Mi cabeza no resiste tanto. Ahora mis parientes y los hijos de mis amigos no sólo cambian de celular una vez por semana, sino que, además, cambian el número, la dirección electrónica y hasta la dirección real. Y a mí me prepararon para vivir con el mismo número, la misma casa y el mismo nombre.
 
Me educaron para guardar todo. Lo que servía y lo que no. Porque algún día las cosas podían volver a servir. 
 
Si, ya lo sé, tuvimos un gran problema: nunca nos explicaron qué cosas nos podían servir y qué cosas no.
 
Y en el afán de guardar (porque éramos de hacer caso a las tradiciones) guardamos hasta el ombligo de nuestro primer hijo, el diente del segundo, las carpetas del jardín de infantes, el primer cabello que le cortaron en la peluquería...
 
¿Cómo quieren que entienda a esa gente que se desprende de su celular a los pocos meses de comprarlo? 
 
¿Será que cuando las cosas se consiguen fácilmente, no se valoran y se vuelven desechables con la misma facilidad con la que se consiguieron? 
 
En casa teníamos un mueble con cuatro cajones. El primer cajón era para los manteles y los trapos de cocina, el segundo para los cubiertos y el tercero y el cuarto para todo lo que no fuera mantel ni cubierto.
 
Y guardábamos...  ¡¡Guardábamos hasta las tapas de los refrescos!!  los corchos de las botellas, las llavecitas que traían las latas de sardinas.  ¡Y las pilas! Las pilas pasaban del congelador al techo de la casa. Porque no sabíamos bien si había que darles calor o frío para que vivieran un poco más. No nos resignábamos a que se terminara su vida útil en un par de usos. 
 
Las cosas no eran desechables. Eran guardables. ¡Los diarios! Servían para todo: para hacer plantillas para las botas de goma, para poner en el piso los días de lluvia, para limpiar vidrios, para envolver. ¡Las veces que nos enterábamos de algún resultado leyendo el diario pegado al trozo de carne o desenvolviendo los huevos que meticulosamente había envuelto en un periódico el tendero del barrio. 
 
Y guardábamos el papel plateado de los chocolates y de los cigarros para hacer adornos de navidad y las páginas de los calendarios para hacer cuadros y los goteros de las medicinas por si algún medicamento no traía el cuentagotas y los fósforos usados porque podíamos reutilizarlos estando encendida otra vela, y las cajas de zapatos que se convirtieron en los primeros álbumes de fotos. 
 
Los cajones guardaban pedazos izquierdos de pinzas de ropa y el ganchito de metal. Con el tiempo, aparecía algún pedazo derecho que esperaba a su otra mitad para convertirse otra vez en una pinza completa. Nos costaba mucho declarar la muerte de nuestros objetos. Y hoy, sin embargo, deciden 'matarlos' apenas aparentan dejar de servir. 
 
Y cuando nos vendieron helados en copitas cuya tapa se convertía en base las pusimos a vivir en el estante de los vasos y de las copas. Las latas de duraznos se volvieron macetas, portalápices y hasta teléfonos. Las primeras botellas de plástico se transformaron en adornos de dudosa belleza y los corchos esperaban pacientemente en un cajón hasta encontrarse con una botella. 
 
Y me muerdo para no hacer un paralelo entre los valores que se desechan y los que preservábamos.
 
Me muero por decir que hoy no sólo los electrodomésticos son desechables; que también hasta el respeto y la amistad son descartables. Pero no cometeré la imprudencia de comparar objetos con personas
 
Me muerdo para no hablar de la identidad que se va perdiendo, de la memoria colectiva que se va tirando, del pasado efímero. De la moral que se desecha si de ganar dinero se trata. No lo voy a hacer. No voy a mezclar los temas, no voy a decir que a lo perenne lo han vuelto caduco y a lo caduco lo hicieron perenne. 
 
No voy a decir que a los ancianos se les declara la muerte en cuanto confunden el nombre de dos de sus nietos, que los cónyuges se cambian por modelos más nuevos en cuanto a uno de éllos se le cae la barriga, o le sale alguna arruga.  Esto sólo es una crónica que habla de tecnología y de celulares.
 
De lo contrario, si mezcláramos las cosas, tendría que plantearme seriamente entregar a mi señora como parte de pago de otra con menos kilómetros y alguna función nueva. Pero yo soy lento para transitar este mundo de la reposición y corro el riesgo de que ella me gane de mano y sea yo el entregado...