Seguimos nuestro camino
silencioso solo con el cantito “parece jardín” que nos acompañaba. Yo traté de
dormir lo cual no fue posible porque de repente un golpe fuerte me recordaba
que no estaba en la cama sino que en la carreta. Yo quise arreglar algo la
situación y le contaba de Valparaíso y Santiago, lo que les gustó mucho y me
preguntaron si era muy bonita La Moneda donde vivía el Presidente y que yo
seguro le conocería todos sus salones elegantes, a lo que no sabiendo mentir
les conté: ¡Claro que conozco La Moneda pero sus salones no!. Y me decían: sus
papás deben haber estado en el palacio y yo para no desilusionarles mucho les dije que mi papá
pasaba a veces por ahí. Charlamos varias horas y se olvidaron de que yo no quería
chupar mate con ellos. Volví a preguntar ¿falta mucho?. Me dijeron detrás de
esa loma viene Huiscapi y
llegaremos a la merienda donde las
señoritas Rivera, son muy buenas y tienen muy buena casa, ya están avisadas y
la recibirán muy bien. Tienen camas muy elegantes y ellas mismas bordan y tejen
a crochet, así que tienen los almohadones
más lindos y todo almidonado y le diré que no reciben a cualquiera, solo a la
riquería. Yo miraba y miraba y me parecía que la loma no aparecía nunca. De
pronto ¡qué alegría!, la loma se corrió y estábamos atrás, esto era un bajo,
por consiguiente la peor parte del camino y dice el viejito ¡ parece que vamos a tener que apearnos!. Yo miraba el
gran fango y pensé ¡tanto machucarse para quedarnos por secula en el barro!,
pero luego el viejito se bajó y con energía picaneó y gritó a los bueyes, unos
cuantos tirones y salimos del fango y el carretero dice muy contento ¡Por
suerte tenemos un pértigo nuevo.
Por fin vimos la casa de las señoritas
Rivera, primero salieron diez perros grandes, luego las dos señoritas muy
arregladas y otros pocos perritos chicos detrás. Me llevaron casi en andas, la
casa muy aseada con una gran estufa y grandes alfombras hechas por ellas. Me
calenté un rato y cuando ya pude andar me llevaron al dormitorio. Todo lo que
me había dicho la viejita era poco en cama elegante. En el almohadón grande había
en preciosos colores un par de palomas que se besaban. Yo les admiré mucho los
bordados y me contaron que la seda era importada. La comida era muy buena y
abundante y cuando me preguntaron si quería acostarme tenía la clave para mi
palabra ignorada. No supe como caí en la cama, solo recuerdo que varias veces
desperté asustada pensando que mi carreta se daba vueltas. Al siguiente día,
temprano, una de las señoritas me trae personalmente el desayuno en una bandeja en la que había de todo. Yo le dije
que no podría comer tanto y ella me dice coma no más ¡se vé tan flaquita!.
Cuando ya estaba en la mitad del desayuno
se asoma muy prudente mi carretero y me dice que es hora de seguir el
viaje, que no llueve muy fuerte y si esperamos nos pillará la lluvia por el
camino. Saltar de la cama y estar lista en la carreta fue de un santiamén. Me despedí
con mucho cariño de las dueñas de casa y partimos de nuevo con la tonadita de
parece jardín. Oscureciendo llegamos a Villarrica. Fue un gran gusto llegar a
una casa donde me recibieron con gran cariño en una casa que no siendo muy
grande encerraba un gran corazón.
Mi cuñado Otto y su señora fueron
muy cariñosos conmigo. Tenían una cocina grande que era el hogar de la familia.
La gran estufa prendida todo el día en el invierno. Todos nos sentíamos muy
confortables, era la lumbre del hogar en todo sentido, era mucho más acogedor
que una chimenea prendida en un living del norte.
Pasan varios días, esperamos un
día sin temporal ni puelche para atravesar el lago Villarrica y llegar a Pucón.
Por fin llegó el día tan esperado y nos embarcamos en el vapor de mi cuñado con
su esposa y familia. Era el primer vapor construido por él mismo con la ayuda de un técnico H.Felis, que venía
de un astillero de Valdivia. El viaje fue muy agradable, íbamos caleteando por
la costa del lago Villarrica que en ese tiempo era muy bonito, casi en todas
partes llegaban los bosques al mismo lago y muchas veces se reflejaban en las
aguas cristalinas. En una parte llamada en ese tiempo “Los Riscos” atracó el
vapor a dejar correspondencia, pues era la única manera en esos tiempos para
esas gentes de conseguir sus cartas o telegramas urgentes. De allí directamente
a Pucón, de lejos se veía la península muy pintoresca, me contaban que le
pertenecía a don Clemente, que estaba como treinta años allí, cuando había un
boquete pequeño para atajar los malones de los araucanos. Cuando pregunté
asustada si eso existía todavía me dijeron que ahora no quedaba nada más que la
casa de la aduana con su jefe y un par de matones, pero estos solo para atajar
los arreos que venían de Argentina, los arreos chicos, pues los grandes daban
otra vuelta y por lo general eran grandes señores, pero eso cambió luego.
Así llegamos a mi nueva Patria,
pues esto no parecía pertenecer a Chile. Pucón estaba entre el lago Villarrica
a los dos lados y el potrero de resguardo, terreno fiscal reservado para
resguardar la frontera. En verdad esto no podía llamarse pueblo, en la orilla
de la playa, en las dos puntas las dos casas comerciales y en el medio de la plaza,
la aduana con su matadero, es decir un arco donde se carneaban los animales que
eran la multa de algún papel extraviado
o el pago de un pobre arriero que traía un par de animales. Esto era muy
práctico porque para diez o quince familias que formaban el pueblo con sus
alrededores no se podían tener una carnicería o un matadero. A un lado de la
plaza habían varias casas, una era el correo y telégrafo en otra vivía una
viejita que daba clases, parece que cobraba dos pesos mensuales. Me decían que
la viejita era tullida, pero los niños aprendían muy bien. Se contaba que cerca
de ella manejaba una varilla larga, eran
los tiempos que la letra entraba con sangre. A ese mismo lado vivía doña
Matilde, que era la única casa de pensión para los pasajeros comerciales y
gente que pasaba por el paso para Argentina. Al frente de la plaza la casa de
mi cuñado, la cual había arrendado mi marido por dos años porque no creíamos que
nos quedaríamos por más tiempo. Quien creyera que nos quedamos hasta 1948
cuando el volcán pasó por nuestro pequeño campo y se llevó en un momento todo
lo plantado y trabajado, dejando un saldo de tremendas piedras, palos y raíces
que bajaron por la En ese tiempo habían en
Pucón solo dos calles, una que iba directamente desde el muelle a la punta de
la plaza donde estaba el negocio de don Clemente y se nombraba por su nombre y
de aquí se atravesaba al sesgo la plaza
y se llegaba a la calle única a la alameda de don F. Kause y seguía a
Argentina. Esta calle no tenía nombre pero en sus tres o cuatro cuadras había unas
ocho casas. No sé cómo se llama ahora, pero creo que debiera llamarse “Doña
Claudina”. Era la casa más arreglada y en las tardes cuando terminaban de
cantar los sapos y ranas empezaba el canto de doña Claudina. Contaban que las
niñas tenían muy buena voz y que doña Claudina tocaba divinamente el arpa. Yo
la oía de lejos cuando ya cantaban las notas más altas quizás porque los ánimos
estaban de acuerdo con las notas. Por fin un día tuve la oportunidad de conocer
a la famosa Claudina. Fuimos al potrero de resguardo a cazar torcazas y pasamos
por el frente de la casa de doña Claudina. Ella salió a la puerta y dice con
malicia: “Don Fernando, que hace tiempo que no lo veo por aquí, parece que ya
no recuerda cuando venía con sus arreos y tocaba tan bonito la guitarra”. Mi
marido muy confundido le dice: “Parece que me confunde con un hermano, somos
muy parecidos”. Ya íbamos llegando al potrero de resguardo y todavía se oía la
cantante risa de doña Claudina. Debo agregar que en ese tiempo realmente pensé
que se trataba de una equivocación.
Llegamos a casa a pelar las
torcazas con la ayuda de un viejito holandés que nos contaba que había sido
marino y una mala maniobra lo dejó en la zona. Era un excelente ayudante,
secretario, cocinero. Muy leal y cariñoso y me cuidaba como a una hija. No
hablaba castellano y tenía sus palabras raras pero nos entendíamos en alemán.
Todos lo llamaban “muchaico” porque el usaba una palabra parecida. Con el
tiempo descubrí que esa palabra quería decir marco de puerta o marco de ventana.
Él no se hacía problemas con su sobrenombre. Él era nuestro cocinero, claro que
no había mucho para elegir: truchas, torcazas y carne de cordero y muchas
papas. Si alguien me hubiese dicho que en Chile se importarían las papas me habría
reído con más fuerza que doña Claudina, pero así fue. Recuerdo que muy de vez
en cuando alguien carneaba un vacuno y una vez mi marido compró una pierna y
tuvimos carne por toda la casa. Incluso Fernando le regaló a algunos vecinos,
pero uno de ellos le mandó el regalo de vuelta. Después supimos que pensaban
que Fernando le había puesto veneno. Eso me desesperó, pero en general la gente
era muy desconfiada y yo me contagié con eso y con los años aprendí a ir
personalmente a comprar la carne y elegir los cortes. Así pasamos el primer
invierno en Pucón. Con buen fuego y bastante leña que se recogía en la playa.
Mi marido escribía para El Mercurio dando a conocer las bondades de la zona que
según él, algún día sería la Suiza chilena que tenía un gran porvenir y que había
que trabajar para conseguir un ferrocarril para sacar las grandes riquezas
madereras de la zona. En ese tiempo se pelaban los lingues y esa cáscara se
mandaba a Valdivia y se exportaba a Alemania para curtir las suelas. Muchos
años después, se verían cumplidos los sueños de mi marido pero él no alcanzó a
disfrutar nada de eso. Lo único que alcanzamos a pescar fueron salmones pues en
1911, el señor Alberto, Jefe de Piscicultura había puesto las ovas en varios
esteros. (Continuará)
¡Qué buena historia, Danka!
ResponderEliminar¿Cuándo sigue?
Estimado Matvi: Gracias por leer mi blog. La verdad es que seguirá el relato de la Sra. E, cuando pueda descifrar lo que ha escrito ya que la letra es endemoniada y no quiero equivocarme y por otra parte he tenido hartas cosas que hacer y poco tiempo. Un abrazo.
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