Era una hermosa mañana de la primera semana de septiembre de 1905, y el cielo azúl y la cálida brisa anunciaba la retirada del invierno. En la playa de Dalcahue los hombres acudían presurosos a la embarcación que los llevaría hasta el Baker. En la orilla, decenas de mujeres y de niños los despedían con sus pañuelos, gritos y besos lanzados al viento. Ellos estaban felices. La Compañía Baker había hecho un enganche que duraría seis meses. Seis meses de trabajo que significaba ganar una buena cantidad de dinero haciendo postes de ciprés y construyendo una senda. Eran habituales estos enganches, pero todos eran para la Patagonia Argentina o para Punta Arenas. Esta vez, ellos irían al norte de Magallanes, a un lugar desconocido por todos. La playa era un hervidero de gente, ruidos, llantos, risas, conversaciones: ¡adiós papá, que le vaya bien!, ¡Suerte tío, lo esperamos en abril! ¡Cuídate hijo, el tiempo pasa pronto y te estaremos esperando!.¡Adiós amor!, adiós, adiós.
Mientras los botes cargados con hombres y bultos, se arrimaban a la embarcación, las gaviotas con sus graznidos parecían despedirlos. Ninguno conocía el punto de destino, solo sabían que irían al sur de la Península de Taitao y según les habían dicho, era un hermoso lugar.. El barco levó las anclas y con su característico pitazo partió dejando atrás a los seres amados. Se embarcaron doscientos hombres, la gran mayoría de ellos, jóvenes, casados y padres de familia. Se sentían elegidos porque fueron muchos los que se inscribieron con el funcionario de la compañía para este trabajo. Comenzó el viaje con buenos augurios. El mar estaba calmo y casi todos se encontraban en la cubierta, conversaban, alguno cantaba y otros en silencio contemplaban el paisaje de verde y azul. Esa primera noche en el barco fue de calma y todo marchaba bien. Sin embargo el cruce del Corcovado y luego en el Golfo de Penas la situación cambió drásticamente. Hacinados en las bodegas, mareados algunos y con mucho cansancio, solo esperaban capear el temporal y llegar a su destino.
Pero todo pasó y el barco penetró en el Canal Baker y luego de algunas horas de calmada navegación llegaron al fin a Bajo Pisagua. En ese lugar los esperaba una pequeña rancha en la que debieron permanecer los primeros días en tanto aserraban la madera para construir una barraca. El lugar era una pequeña planicie al pie del cerro Las Heras. Después de esa planicie la selva se hacía impenetrable y por delante el mar golpeaba fuertemente y el imponente río Baker rugía en su desembocadura. Trabajaron febrilmente, el ruido del hacha se confundía con las voces de aquellos esforzados chilotes y con las aves que en abundancia habitaban en el lugar. Chucaos y otras aves animaban cada mañana. Pronto la casa estuvo terminada y se comenzó el aserreo de durmientes de ciprés, la construcción de un muelle y la habilitación de un camino que los conectaría con el Valle Colonia. Los días se hacían cortos y todos estaban alegres. Por jefes momentáneos tenían a Florencio Tornero y dos jóvenes ingleses.
Pasó el tiempo y llegó la época en que debían retornar. Una mañana de mayo aparece William Norris, un inglés que era el capataz de las faenas y que había ido al norte de Argentina a buscar una gran tropa de animales. Norris al llegar se espanta de ver a todos esos hombres ahí. El había ordenado que ellos partieran a fines de abril y ya era fines de mayo. Preguntó las causas de la no partida; simplemente Tornero, quién era el encargado de contratar un barco en Punta Arenas no había querido salir en su búaqueda. Norris revisó los alimentos y comenzó a racionarlos. Podía suceder que el barco no llegara muy pronto y era necesario asegurar el alimento para todos. Pasaban los días, Tornero , obligado por Norris ,había partido a buscar un barco y nada sabían de él. Cada mañana era una esperanza de ver aparecer el humo del vapor que vendría a buscarlos y cada atardecer era la desesperanza de que el vapor no llegaba. La lluvia incesante parecía una cortina puesta por la mano del destino para no ver el horizonte. De pronto los hombres comenzaron a sentirse enfermos, primero uno, luego otro. Comienzan a fallecer de a poco. Pasan y pasan los días y los meses, mayo, junio, agosto. Para esa fecha ya habían fallecido 70 hombres, 28 en un día. El dolor, la angustia, y la desesperanza eran grande. Los más fuertes construían improvisados ataúdes y acudían a enterrar a los muertos a una isla cercana en donde había espacio. Y cada entierro era también su propio entierro en la espesura de sus almas. ¿Seré yo el próximo? ¿Moriremos todos se preguntaban ellos? El barco no llegaba. Algunos querían tomar el bote y salir por su propia cuenta a buscar a la muerte. La alimentación se terminó, solo quedaba una bolsa de harina y algunos kilos de porotos. Los más osados, buscaban yerbas para alimentarse. Nadie se atrevía a salir a cazar o acudir en bote a La Colonia en donde había animales y abundante comida.Como el viaje en un bote a remo río arriba demoraba siete días,temían que si lo hacían, podía llegar el barco y quedar rezagados. El Baker rugía con más fuerzas, como burlándose de esos desamparados hombres. Ya no quedaban lágrimas ni oraciones. Dios no quería escucharlos. Eso era un infierno. El paraíso al que llegaron se había convertido en un infierno en donde la muerte rondaba cada día. Pasa septiembre y por fin una mañana de octubre aparece el vapor. Los hombres ni siquiera sintieron alegría, ya estaban resignados a morir en ese lugar. Se embarcan con las pocas fuerzas que les quedaban y parten a Dalcahue. En el viaje algunos compañeros fallecen, otros lo hacen después de arribar. El enganche de la muerte había terminado. El infierno había quedado atrás y de los doscientos hombres, solo un poco más de cien regresaron a sus hogares. A la llegada del barco, nuevamente una multitud se congregaba en la playa. Pero esta vez, las gaviotas graznaban anunciando la muerte, los gritos eran desgarradores, las mujeres lloraban y los hombres, cabizbajos, apesumbrados, bajaban en los botes hasta la playa. Abrazos apresurados, lagrimas en los ojos y el dolor, el dolor de tener que decirle a muchos que sus parientes no volverían nunca más.
Mientras los botes cargados con hombres y bultos, se arrimaban a la embarcación, las gaviotas con sus graznidos parecían despedirlos. Ninguno conocía el punto de destino, solo sabían que irían al sur de la Península de Taitao y según les habían dicho, era un hermoso lugar.. El barco levó las anclas y con su característico pitazo partió dejando atrás a los seres amados. Se embarcaron doscientos hombres, la gran mayoría de ellos, jóvenes, casados y padres de familia. Se sentían elegidos porque fueron muchos los que se inscribieron con el funcionario de la compañía para este trabajo. Comenzó el viaje con buenos augurios. El mar estaba calmo y casi todos se encontraban en la cubierta, conversaban, alguno cantaba y otros en silencio contemplaban el paisaje de verde y azul. Esa primera noche en el barco fue de calma y todo marchaba bien. Sin embargo el cruce del Corcovado y luego en el Golfo de Penas la situación cambió drásticamente. Hacinados en las bodegas, mareados algunos y con mucho cansancio, solo esperaban capear el temporal y llegar a su destino.
Pero todo pasó y el barco penetró en el Canal Baker y luego de algunas horas de calmada navegación llegaron al fin a Bajo Pisagua. En ese lugar los esperaba una pequeña rancha en la que debieron permanecer los primeros días en tanto aserraban la madera para construir una barraca. El lugar era una pequeña planicie al pie del cerro Las Heras. Después de esa planicie la selva se hacía impenetrable y por delante el mar golpeaba fuertemente y el imponente río Baker rugía en su desembocadura. Trabajaron febrilmente, el ruido del hacha se confundía con las voces de aquellos esforzados chilotes y con las aves que en abundancia habitaban en el lugar. Chucaos y otras aves animaban cada mañana. Pronto la casa estuvo terminada y se comenzó el aserreo de durmientes de ciprés, la construcción de un muelle y la habilitación de un camino que los conectaría con el Valle Colonia. Los días se hacían cortos y todos estaban alegres. Por jefes momentáneos tenían a Florencio Tornero y dos jóvenes ingleses.
Pasó el tiempo y llegó la época en que debían retornar. Una mañana de mayo aparece William Norris, un inglés que era el capataz de las faenas y que había ido al norte de Argentina a buscar una gran tropa de animales. Norris al llegar se espanta de ver a todos esos hombres ahí. El había ordenado que ellos partieran a fines de abril y ya era fines de mayo. Preguntó las causas de la no partida; simplemente Tornero, quién era el encargado de contratar un barco en Punta Arenas no había querido salir en su búaqueda. Norris revisó los alimentos y comenzó a racionarlos. Podía suceder que el barco no llegara muy pronto y era necesario asegurar el alimento para todos. Pasaban los días, Tornero , obligado por Norris ,había partido a buscar un barco y nada sabían de él. Cada mañana era una esperanza de ver aparecer el humo del vapor que vendría a buscarlos y cada atardecer era la desesperanza de que el vapor no llegaba. La lluvia incesante parecía una cortina puesta por la mano del destino para no ver el horizonte. De pronto los hombres comenzaron a sentirse enfermos, primero uno, luego otro. Comienzan a fallecer de a poco. Pasan y pasan los días y los meses, mayo, junio, agosto. Para esa fecha ya habían fallecido 70 hombres, 28 en un día. El dolor, la angustia, y la desesperanza eran grande. Los más fuertes construían improvisados ataúdes y acudían a enterrar a los muertos a una isla cercana en donde había espacio. Y cada entierro era también su propio entierro en la espesura de sus almas. ¿Seré yo el próximo? ¿Moriremos todos se preguntaban ellos? El barco no llegaba. Algunos querían tomar el bote y salir por su propia cuenta a buscar a la muerte. La alimentación se terminó, solo quedaba una bolsa de harina y algunos kilos de porotos. Los más osados, buscaban yerbas para alimentarse. Nadie se atrevía a salir a cazar o acudir en bote a La Colonia en donde había animales y abundante comida.Como el viaje en un bote a remo río arriba demoraba siete días,temían que si lo hacían, podía llegar el barco y quedar rezagados. El Baker rugía con más fuerzas, como burlándose de esos desamparados hombres. Ya no quedaban lágrimas ni oraciones. Dios no quería escucharlos. Eso era un infierno. El paraíso al que llegaron se había convertido en un infierno en donde la muerte rondaba cada día. Pasa septiembre y por fin una mañana de octubre aparece el vapor. Los hombres ni siquiera sintieron alegría, ya estaban resignados a morir en ese lugar. Se embarcan con las pocas fuerzas que les quedaban y parten a Dalcahue. En el viaje algunos compañeros fallecen, otros lo hacen después de arribar. El enganche de la muerte había terminado. El infierno había quedado atrás y de los doscientos hombres, solo un poco más de cien regresaron a sus hogares. A la llegada del barco, nuevamente una multitud se congregaba en la playa. Pero esta vez, las gaviotas graznaban anunciando la muerte, los gritos eran desgarradores, las mujeres lloraban y los hombres, cabizbajos, apesumbrados, bajaban en los botes hasta la playa. Abrazos apresurados, lagrimas en los ojos y el dolor, el dolor de tener que decirle a muchos que sus parientes no volverían nunca más.
El mar golpeaba con su melódica rutina la costa de Dalcahue y cada ola era el eco de las voces de tantos que quedaron para siempre en la Isla de los Muertos
La Foto es de 1908, tomada por William Norris y retrata la llegada de un bote a Bajo Pisagua. Ese fue el último año de funcionamiento de la Compañía Explotadora del Baker
Desgarrador el relato, pero ¿cuál habrá sido la causa real de la muerte? Aquí no puede ser como en Puerto de Hambre porque alimento, aunque poco les quedaba. Muy interesante debe ser leer el libro completo. saludos Beatriz.
ResponderEliminarDe acuerdo con Betriz. Desgarrador relato, desconocido para el común los chilenos. ¿Peste? ¿Marea roja?
ResponderEliminarBeatriz y Matvi: Mi teoría es que fue hambre. El alimento que quedaba era administrado por William Norris y al parecer era muy pero muy poco.La enfermedad no solo le tocó a los trabajadores chilotes, sino también a los dos jóvenes ingleses que allí estaban que salvaron de la muerte milagrosamente. Detrás de la casa hay solo selva y no tenían donde cazar ni tampoco pescar. Es una historia muy interesante. Un abrazo para ambos
ResponderEliminarDanka!! Es conmovedor tu relato. Refleja la desesperanza de tantos seres humanos. El pueblo chilote carga con una larga historia de sufrimientos. Es encomiable que tu hayas podido hacer esa investigación. Mis respetos.
ResponderEliminarHola Danka
ResponderEliminarSon las 2.30 de la madrugada, llegué del trabajo y no quiero visitar a Morfeo sin antesmandarte un abrazo...una vez más gracias a ti la Isla volvió a cautivarme... me alegra leer los comentarios de nuestros "virtuales amigos" comunes.
Buenas noches
Pamela y Guanaco: Un abrazo para los dos, uno de esos abrazos llenos de la amistad que se acrecienta en Patagonia. Si, lo de la Isla de los Muertos es una historia apasionante y me alegra el haber podido entregar en mi libro todas las versiones que de esa historia se conocen. La leyenda, el poema, el relato de pobladores y por fín los documentos. Espero poder reeditar este libro prontamente porque merece ser conocido y además porque tengo otros antecedentes recogidos en el tiempo y seguro que muchas preciosas fotos proporcionadas por guanaco.Mis cariños para ustedes.
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