En el año 2014 comencé a publicar este relato. Ahora lo completo y vuelvo a repetir las entradas del 2014 con la finalidad de darles a los lectores el relato completo.
Hace mucho
tiempo, cerca de 25 años, mis hijas, en ese entonces jóvenes adolescentes, se
hicieron amigas de un jovencito coyhaiquino que vino a pasar un verano a Chile
Chico, era un niño muy agradable al que solíamos tener de invitado a casa en
forma cotidiana. Al enterarse que yo escribía me contó que él tenía unos
cuadernos pertenecientes a su abuelita y que me los traería. Así fue. En una de
sus idas a Coyhaique me trajo los dos cuadernos, manuscritos, el uno con
reflexiones escritas por la autora a partir de 1967 y el otro con comentarios
políticos escritos entre 1972 a 1973. El joven amigo de mis hijas me dejó
los cuadernos, luego se fue y nunca supe más de él. Tampoco he sabido el nombre
de su abuela, solo hay un papel que dice el nombre de su esposo y como está
manuscrito, es un poco complicado escribir bien el apellido, pero dice algo así
como Fernando Gudesnchvage Finder y la autora pone su nombre en la tapa
de uno de los cuadernos como E de Gudesnchvage. Conservo intactos esos
cuadernos que no me pertenecen , tan intactos que entre sus páginas hay
guardadas algunas hojas con anotaciones y alguna propaganda comercial.
Cuento todo esto porque he decidido dar a conocer parte de esos escritos que
reflejan distintas épocas de la vida en Chile. Por ejemplo ella nos cuenta que
nació en Viña del Mar, que estudió en el Liceo Alemán y se caso en el año
1912 y nos relata lo que fue su viaje desde Valparaíso a Pucón en el año
1912 y de manera muy amena nos va contando como era Pucón en aquellos años,
como eran los guilatunes, las machis araucanas, las meicas o curanderas, como
fue la invasión de ratones en el año 1914 en Pucón etc. La autora era una mujer
con muchas inquietudes y leyendo estos cuadernos uno se da cuenta que el
tema político le apasionaba. Cuando ella enviuda se viene a vivir a Coyhaique ,
al parecer junto a una hija que estaba casada con alguien radicado en la zona y
nos va relatando la vida de Coyhaique, los sucesos importantes de la ciudad y
otras muchas cosas más. Hago hincapié de que los textos los transcribiré
textuales, respetando la gramática y la ortografía de su autora.
Hoy
comenzaré con un simpático artículo titulado HOMO SAPIENS (escrito en 1967)
"Yo
no comparto la teoría de Darwin que descendemos de los monos, pero que en
la naturaleza hay una línea parecida entre los monos y nosotros, si. Esto se
nota mientras más nos observamos a nosotros mismos y a nuestras manos. Nunca me
olvidaré cuando un caballero mayor que estaba en Pucón para buscar plantas
oriundas de Chile como papas etc., me ve con una hijita de seis semanas y me
pregunta si la puede ver bien. Cuando le puso los dedos debajo de sus pies, se
encogieron los dedos como para pescar, después le observó bien la cabeza y muy
contento me dice: Muchas gracias, ahora estoy completamente seguro de que
descendemos de los monos. No supe que contestarle, recuerdo que no me sentí
demasiado halagada, ya que yo hallaba completamente normal a mi chiquitina.
Ahora, después de cuarenta años, cuando veo los monos en el zoológico con mis
nietos u otros chiquitines, siempre veo ante mí la cara feliz de aquel
científico que en mi hija adquirió la convicción que nuestra humanidad descendía
del
Viaje a
Pucón en 1912
El viaje
desde Valparaíso a Loncoche se hizo sin novedad, o sea novedoso por los
distintos pueblos del sur donde a menudo salían a la estación, mapuches a
vender sus tejidos, que eran su negocio, las avellanas tostadas, los chupones y
algunas cosas de alfarería que yo miraba sin ocurrírseme para que
servirían, más tarde aprendí a usarlas y hpy día son adornos de muchos grandes
salones. Al fin se llegaba a Temuco, donde paraba el tren mucho rato. Allí si
que habían muchos araucanos con sus preciosos tejidos, desde las prácticas
alforjas hasta los lindos ponchos que solo ellos hacían tan bien y los teñían
con colores que sacaban de las plantas y flores y que no se desteñían con nada.
Eran en todo sentido, artículos de lujo. Compramos varios sin saber que aquellos
se iban a colocar en las ventanas en protección del frío temporal y para que no
pasaran las balas locas. Llegamos a Loncoche, un pueblo sin importancia pues
Pitrufquén era la cabecera del departamento. Cerca de la estación había un
hotel casi exclusivamente para los viajeros comerciales y pasajeros del tren.
Durante el día bastante triste, buena comida y bastante chicha de manzana pero
desde la tarde a media noche se oía mucho ruido y risas pues se juntaban los caballeros
a tomar sus copas y a jugar, parece que era la única entretención. Era fin de
marzo y me decían que en octubre podía empezar el buen tiempo, pero que entre
medio venía el veranito de San Juan y este duraba a veces hasta una semana. Yo
suspiraba pero pensando que la gente aumentaba tanto las cosas y como sabían
que yo no sabía ni sé nada, querían meterme miedo.
Pero muy
luego note que seguía lloviendo a chuzos y las calles eran verdaderos barreales
pues las veredas eran reemplazadas por troncos y bastante altos, esto servía
para apearse del caballo decían.
Delante de
las casas había un varón grande para atar las bestias que eran muy dóciles y
tenían una paciencia increíble, pues sus dueños a veces se
calentaban el cuerpo días enteros después de haber hecho sus compras, ellos los
nombraban “los vicios”. Estos consistían generalmente en cigarrillos, yerba,
azúcar, fósforos y jabón y se me olvidaban la botella de parafina para el
chonchón, no existían los cómodos tarros de Esso y cuando el corcho no era
bueno y el jinete llegaba a todo galope a su casa, no solo él estaba
emparafinado sino que el azúcar, la yerba y los cigarrillos igual .Más de una
viejita que esperaba días enteros su yerba para el mate, se tenía que tonificar
y se decían entre ellas: Comadre tiene un poco de parafina pero dicen que es
buena para el pulmón, una meica receta 10 gotas en un terrón de azúcar y yo no
creo que la yerba tenga más que eso.
Por fin un
día mi marido le escribió a su hermano Otto a Villarrica que mandara el primer
día bueno una carreta lo más apropiada para mi viaje. Esta carreta reconozco
que fue arreglada con mucho cariño con un toldo grande de carpa y
varios sacos de paja para amortiguar los golpes, los mejores bueyes gordos para
sacar la carreta del pantano. Yo emprendí el viaje sola, con un viejo servidor
de mi cuñada y su viejita para acompañarme y al mismo tiempo hacer sus compras
en el pueblo. Yo miré este vehículo y lo encontré bastante divertido, cuando se
es joven gusta todo lo nuevo y divertido.
Al
siguiente día temprano emprendimos el viaje, yo sola con este matrimonio pues
mi marido tenía que ir a Valdivia para comprar los víveres para todo el
invierno, no podíamos esperar el veranito de San Juan. Llovía, llovía y llovía
y empezó el viejecito a canturrear “parece jardín, parece jardín. A la media
hora fastidiada con su canto y con tantos golpes pues para no sumergir la
carreta en el barro había troncos gruesos atravesados y las ruedas eran de palo
macizo, saltaban alegremente de un tronco a otro, eran tantos los golpes que a
veces casi tumbaban la carreta y los sacos de paja bailaban de un lado a otro,
pero mi buen carretero seguía cantando “parece jardín”, de repente le digo
fastidiada “oiga iñor que es lo que parece jardín” y él lleno de bondad me
dice: Los bueyes señorita, este es Parece y este es Jardín y me los presento
alegremente con la picana. Esto fue una pequeña alegría. Una hora más tarde le
pregunto a la buena viejita ¿Señora nos falta mucho?, no es mucho me responde,
son dos lomas no más, después de la primera llegaremos a Huiscapi y allí
llegaremos a merendar. Para no aparentar más ignorancia no le pregunte nada
más. A medio día paró la carta y la buena señora se acerca a mí y me dice con
disimulo y cariño: Si su mercé quisiera miar, allí hay matas y mi
viejo no mira nunca. Francamente se lo agradecí y le dije con discreción que
estiraría las piernas un rato pues me dolía todo el cuerpo con los golpes y la
viejita me miró con cariño y me dijo ¡tan jovencita y tan señorita!. Cuando me
bajé de la carreta, ella me gritó ¡para ese lado está mejor y me muestra unos
cuantos boldos bien tupidos. . Cuando los bueyes y todos habíamos “estirado las
piernas” siguió el viaje de la misma forma. Hubo otro descanso detrás de una
loma y fue para sacar el termo con café y comer unas presas de pollo. Les
convidé a mis amigos (pues se dice que a golpes se hacen las amistades). Yo
tomé mi café y ellos hicieron un fuego para calentar agua para tomar mate y
tomaban ambos. De repente la viejita le pasa el pañuelo a la bombilla y me pasa
el mate diciéndome: tenga la bondad de aceptarme un matecito. Yo avergonzada le
dije, no muchas gracias, yo no tomo mate, pero ella insistía diciendo que el
mate era bueno. No encontrando otra disculpa, le digo Yo no chupo donde chupan
otros, parece que la ofendí, pero después reaccionó pensando que yo no era de
la región y me dice: Estoy segura que si se queda algún tiempo le va a gustar
el mate.
Seguimos
nuestro camino silencioso solo con el cantito “parece jardín” que nos
acompañaba. Yo traté de dormir lo cual no fue posible porque de repente un
golpe fuerte me recordaba que no estaba en la cama sino que en la carreta. Yo
quise arreglar algo la situación y le contaba de Valparaíso y Santiago, lo que
les gustó mucho y me preguntaron si era muy bonita La Moneda donde vivía el
Presidente y que yo seguro le conocería todos sus salones elegantes, a lo que
no sabiendo mentir les conté: ¡Claro que conozco La Moneda pero sus salones
no!. Y me decían: sus papás deben haber estado en el palacio y yo para no desilusionarles
mucho les dije que mi papá pasaba a veces por ahí. Charlamos varias horas y se
olvidaron de que yo no quería chupar mate con ellos. Volví a preguntar ¿falta
mucho?. Me dijeron detrás de esa loma viene Huiscapi y llegaremos a
la merienda donde las señoritas Rivera, son muy buenas y tienen muy buena casa,
ya están avisadas y la recibirán muy bien. Tienen camas muy elegantes y ellas
mismas bordan y tejen a crochet, así que tienen los almohadones más
lindos y todo almidonado y le diré que no reciben a cualquiera, solo a la
riquería. Yo miraba y miraba y me parecía que la loma no aparecía nunca. De
pronto ¡qué alegría!, la loma se corrió y estábamos atrás, esto era un bajo,
por consiguiente la peor parte del camino y dice el viejito ¡ parece que vamos
a tener que apearnos!. Yo miraba el gran fango y pensé ¡tanto machucarse para
quedarnos por secula en el barro!, pero luego el viejito se bajó y con energía
picaneó y gritó a los bueyes, unos cuantos tirones y salimos del fango y el
carretero dice muy contento ¡Por suerte tenemos un pértigo nuevo.
Por fin
vimos la casa de las señoritas Rivera, primero salieron diez perros grandes,
luego las dos señoritas muy arregladas y otros pocos perritos chicos detrás. Me
llevaron casi en andas, la casa muy aseada con una gran estufa y grandes
alfombras hechas por ellas. Me calenté un rato y cuando ya pude andar me
llevaron al dormitorio. Todo lo que me había dicho la viejita era poco en cama
elegante. En el almohadón grande había en preciosos colores un par de palomas que
se besaban. Yo les admiré mucho los bordados y me contaron que la seda era
importada. La comida era muy buena y abundante y cuando me preguntaron si
quería acostarme tenía la clave para mi palabra ignorada. No supe como caí en
la cama, solo recuerdo que varias veces desperté asustada pensando que mi
carreta se daba vueltas. Al siguiente día, temprano, una de las señoritas me
trae personalmente el desayuno en una bandeja en la que había de
todo. Yo le dije que no podría comer tanto y ella me dice coma no más ¡se vé
tan flaquita!. Cuando ya estaba en la mitad del desayuno se asoma
muy prudente mi carretero y me dice que es hora de seguir el viaje, que no
llueve muy fuerte y si esperamos nos pillará la lluvia por el camino. Saltar de
la cama y estar lista en la carreta fue de un santiamén. Me despedí con mucho
cariño de las dueñas de casa y partimos de nuevo con la tonadita de parece
jardín. Oscureciendo llegamos a Villarrica. Fue un gran gusto llegar a una casa
donde me recibieron con gran cariño en una casa que no siendo muy grande
encerraba un gran corazón.
Mi cuñado
Otto y su señora fueron muy cariñosos conmigo. Tenían una cocina grande que era
el hogar de la familia. La gran estufa prendida todo el día en el invierno.
Todos nos sentíamos muy confortables, era la lumbre del hogar en todo sentido,
era mucho más acogedor que una chimenea prendida en un living del norte.
Pasan
varios días, esperamos un día sin temporal ni puelche para atravesar el lago
Villarrica y llegar a Pucón. Por fin llegó el día tan esperado y nos embarcamos
en el vapor de mi cuñado con su esposa y familia. Era el primer vapor
construido por él mismo con la ayuda de un técnico H.Felis, que
venía de un astillero de Valdivia. El viaje fue muy agradable, íbamos
caleteando por la costa del lago Villarrica que en ese tiempo era muy bonito,
casi en todas partes llegaban los bosques al mismo lago y muchas veces se
reflejaban en las aguas cristalinas. En una parte llamada en ese tiempo “Los
Riscos” atracó el vapor a dejar correspondencia, pues era la única manera en
esos tiempos para esas gentes de conseguir sus cartas o telegramas urgentes. De
allí directamente a Pucón, de lejos se veía la península muy pintoresca, me
contaban que le pertenecía a don Clemente, que estaba como treinta años allí, cuando
había un boquete pequeño para atajar los malones de los araucanos. Cuando
pregunté asustada si eso existía todavía me dijeron que ahora no quedaba nada
más que la casa de la aduana con su jefe y un par de matones, pero estos solo
para atajar los arreos que venían de Argentina, los arreos chicos, pues los
grandes daban otra vuelta y por lo general eran grandes señores, pero eso
cambió luego.
Así
llegamos a mi nueva Patria, pues esto no parecía pertenecer a Chile. Pucón
estaba entre el lago Villarrica a los dos lados y el potrero de resguardo,
terreno fiscal reservado para resguardar la frontera. En verdad esto no podía
llamarse pueblo, en la orilla de la playa, en las dos puntas las dos casas
comerciales y en el medio de la plaza, la aduana con su matadero, es decir un
arco donde se carneaban los animales que eran la multa de algún papel extraviado o
el pago de un pobre arriero que traía un par de animales. Esto era muy práctico
porque para diez o quince familias que formaban el pueblo con sus alrededores
no se podían tener una carnicería o un matadero. A un lado de la plaza habían
varias casas, una era el correo y telégrafo en otra vivía una viejita que daba
clases, parece que cobraba dos pesos mensuales. Me decían que la viejita era
tullida, pero los niños aprendían muy bien. Se contaba que cerca de ella
manejaba una varilla larga, eran los tiempos que la letra entraba
con sangre. A ese mismo lado vivía doña Matilde, que era la única casa de
pensión para los pasajeros comerciales y gente que pasaba por el paso para
Argentina. Al frente de la plaza la casa de mi cuñado, la cual había arrendado
mi marido por dos años porque no creíamos que nos quedaríamos por más tiempo.
Quien creyera que nos quedamos hasta 1948 cuando el volcán pasó por nuestro
pequeño campo y se llevó en un momento todo lo plantado y trabajado, dejando un
saldo de tremendas piedras, palos y raíces que bajaron por la En ese
tiempo habían en Pucón solo dos calles, una que iba directamente desde el
muelle a la punta de la plaza donde estaba el negocio de don Clemente y se
nombraba por su nombre y de aquí se atravesaba al sesgo la plaza y
se llegaba a la calle única a la alameda de don F. Kause y seguía a Argentina.
Esta calle no tenía nombre pero en sus tres o cuatro cuadras había unas ocho
casas. No sé cómo se llama ahora, pero creo que debiera llamarse “Doña
Claudina”. Era la casa más arreglada y en las tardes cuando terminaban de
cantar los sapos y ranas empezaba el canto de doña Claudina. Contaban que las
niñas tenían muy buena voz y que doña Claudina tocaba divinamente el arpa. Yo
la oía de lejos cuando ya cantaban las notas más altas quizás porque los ánimos
estaban de acuerdo con las notas. Por fin un día tuve la oportunidad de conocer
a la famosa Claudina. Fuimos al potrero de resguardo a cazar torcazas y pasamos
por el frente de la casa de doña Claudina. Ella salió a la puerta y dice con
malicia: “Don Fernando, que hace tiempo que no lo veo por aquí, parece que ya
no recuerda cuando venía con sus arreos y tocaba tan bonito la guitarra”. Mi
marido muy confundido le dice: “Parece que me confunde con un hermano, somos
muy parecidos”. Ya íbamos llegando al potrero de resguardo y todavía se oía la
cantante risa de doña Claudina. Debo agregar que en ese tiempo realmente pensé
que se trataba de una equivocación.
Llegamos a
casa a pelar las torcazas con la ayuda de un viejito holandés que nos contaba
que había sido marino y una mala maniobra lo dejó en la zona. Era un excelente
ayudante, secretario, cocinero. Muy leal y cariñoso y me cuidaba como a una
hija. No hablaba castellano y tenía sus palabras raras pero nos entendíamos en
alemán. Todos lo llamaban “Muchaico” porque el usaba una palabra parecida. Con
el tiempo descubrí que esa palabra quería decir marco de puerta o marco de
ventana. Él no se hacía problemas con su sobrenombre. Él era nuestro cocinero,
claro que no había mucho para elegir: truchas, torcazas y carne de cordero y
muchas papas. Si alguien me hubiese dicho que en Chile se importarían las papas
me habría reído con más fuerza que doña Claudina, pero así fue. Recuerdo que
muy de vez en cuando alguien carneaba un vacuno y una vez mi marido compró una
pierna y tuvimos carne por toda la casa. Incluso Fernando le regaló a algunos
vecinos, pero uno de ellos le mandó el regalo de vuelta. Después supimos que
pensaban que Fernando le había puesto veneno. Eso me desesperó, pero en general
la gente era muy desconfiada y yo me contagié con eso y con los años aprendí a
ir personalmente a comprar la carne y elegir los cortes. Así pasamos el primer
invierno en Pucón. Con buen fuego y bastante leña que se recogía en la playa.
Mi marido escribía para El Mercurio dando a conocer las bondades de la zona que
según él, algún día sería la Suiza chilena que tenía un gran porvenir y que
había que trabajar para conseguir un ferrocarril para sacar las grandes
riquezas madereras de la zona. En ese tiempo se pelaban los lingues y esa
cáscara se mandaba a Valdivia y se exportaba a Alemania para curtir las suelas.
Muchos años después, se verían cumplidos los sueños de mi marido pero él no
alcanzó a disfrutar nada de eso. Lo único que alcanzamos a pescar fueron
salmones pues en 1911, el señor Alberto, Jefe de Piscicultura había puesto las
ovas en varios esteros. (Continuará)
En esos tiempos
había truchas y pejerreyes, e incluso bagres, pero estos solo salían cuando
pescaban con dinamita, por suerte, esto no estaba al alcance de todos.
El verano
siguiente nos fuimos a Valparaíso a esperar nuestro primer hijo. Cuando volvimos,
estaban las chapas dela casa rotas, se habían robado lo que quisieron, por
suerte mi marido había levantado una tabla del piso debajo de una alfombra,
allí había puesto las armas, que tenía varias muy buenas, las balas y algunas
cosas de valor.
Muchaico
andaba en Villarrica para avisar al Juez y cuando llegó, llorando decía que
primero habían robado la correa matriz y varias herramientas en el sitio de la
playa donde se había instalado un aserradero, el primero en Pucón, y se había
traído un gran motor a vapor desde Valparaíso en tren a Loncoche y de allí con seis yuntas de
bueyes a Pucón. Muchaico lloraba a gritos y que no nos quedáramos; porque corrían
rumores de que si no nos íbamos a la buena, nos liquidarían. Parece que mi
marido no convenía a los intereses creados. Nos quedamos solos y sin poder aserrar
ni moler, porque en el molino que tenía piedras francesas, habían puesto
grandes pedazos de fierro y al probar saltaron los pedazos. Nos quedamos todo
el invierno solos.
Nuestro
amigo Cesario Antinao nos trajo una indiecita y un chico mapuche, el decía: la
guaina para el Patrón, y si no quiere obedecer, dale palos y así te va a querer
y estará contenta y el gueñesito me lo regaló a mí, para que te cuide la guagua
me decía. Era un guatoncito de unos ocho años más o menos, sus ojos eran dos
uvas negras que brillaban en su carita morena, siempre sonriendo y no terminaba
de mirar a la guagua, lo que le molestaba parece, era el pelo, que según él era
lana de oveja. A los pocos días le veo un tremendo piojo negro y cuando lo miré
me dijo con mucho cariño: con este va a criar pelo el pobrecito. Yo le celebré
su idea pero le corte el pelo al rape y le puse parafina. Lo malo fue que como
el pelo era muy grueso y yo no sabía pelar, le corte un poco la punta de la
oreja, cuando vio la sangre no lo pude tranquilizar, el gritaba desesperado ¡me
marcaste, Yo no soy oveja! Solo cuando ya no sangraba y se vio en el espejo se
conformó y me dijo con cariño: yo no soy animal, yo soy tu gueñesito.Entonces
lo besé con cariño y susto. Fue fiel a nosotros hasta que nuestro hijo andaba y
él le enseñaba las primeras palabras en castellano, era muy divertido oírlo hablar
mitad alemán y mitad chileno, pero a medidas que iba creciendo le enseñaba
palabras chilenísimas, cuando yo le dije que no le enseñara esas palabras, me
dijo que él las decía cuando estaba enojado no más.
María también
nos salió buena, pero un buen día no estaba y a los dos días la trajo Antinao
al anca y la castigó brutalmente delante de nosotros, a pesar de que yo le
gritaba de que no le pegara más, la castigó hasta cansarse. De repente le dijo
que pidiera perdón y le dijo a Fernando: Tú ocupar de mujer, entonces no irse
nunca. Yo me enfermé con todo esto y le rogué que la llevara, que no tenía nada
en contra de ella pero que se la llevara por favor.
Entonces
almorzamos juntos y cuando la llevó le regalé ropa y le pedí que por favor que no la castigara nunca más, que era muy
buena…
Fin del
relato.